La Calavera
Francisco Javier Chaín Revuelta
El códice florentino cita al padre nahua diciendo a su pequeña hija: “…Aquí en la Tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde…es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidiana sopla y se desliza entre nosotros…” El México no tiembla ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; tiembla ante la incertidumbre que es la vida del hombre y se llama Tezcatlipoca.
Así cómo la escultura asombrosa de Coatlicue del mágico e impresionante México antiguo es la Diosa de la Tierra y de la Vida que lleva la máscara de la Muerte, los grabados de José Guadalupe Posada también se asoman a la muerte con esqueletos y catrinas que comentan los sucesos políticos y sociales de su tiempo y nuestras panaderías y mercados, que no pierden, ni perderán por fortuna, la indestructible psique indígena, también buscaran a principios de noviembre a todos los “muertos” y a todos los “santos” con flores, ofrendas, pan de huevo y calaveras esculpidas con cristales de azúcar, para que comamos los “vivos” y nuestros niños se empalaguen con su nombre propio grabado en el dulce cráneo.
Quién no es mexicano le es pesadilla pensar en la muerte y no quiere le recuerden la caducidad de la vida, el poderoso mundo mexicano nuestro está liberado de esa pesada angustia, así nosotros jugamos con la muerte y nos burlamos del esqueleto, desde el Fémur hasta el Estribo, de 208 huesos. El México antiguo no conocía el concepto del Infierno. En el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, vive el recuerdo de un más allá abierto también al pecador, aunque la muerte es el mismo hecho en todas partes entre nosotros logra una distinta concepción. A Xavier Villaurrutia, cuya poesía asoma, frecuenta y gira la muerte, alguna vez se le ocurrió escribir “Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre indígena tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos a la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”
Dice Westheim que “la carga psíquica que da un tinte trágico a nuestra mexicana existencia, hoy como hace dos o tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuestos y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, de esencia demoníaca.” Quizá por ello, desde la raíz profunda del hombre, el poeta del pueblo, el poeta campesino Miguel Hernández dejó escrito: “Varios tragos es la vida y un solo trago es la muerte”
La íntima convicción del indígena de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y el débil es víctima de la brutalidad del fuerte, coincide con la sentencia de Tito Maccio Plauto “El hombre es el lobo del hombre” e hizo incluso que el arte religioso del México Colonial adoptara con verdadera pasión y tratara de mil conmovedoras variantes el tema del Cristo martirizado. El Cristo torturado es tan particularmente adorable para el indígena porque siente su tortura como algo muy suyo. El patetismo del dolor material se complace en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso. México se apoderó con tal fervor que el Cristo mexicano no es variante del español sino creación independiente.
El códice florentino cita al padre nahua diciendo a su pequeña hija: “…Aquí en la Tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde…es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidiana sopla y se desliza entre nosotros…” El México no tiembla ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; tiembla ante la incertidumbre que es la vida del hombre y se llama Tezcatlipoca.
Así cómo la escultura asombrosa de Coatlicue del mágico e impresionante México antiguo es la Diosa de la Tierra y de la Vida que lleva la máscara de la Muerte, los grabados de José Guadalupe Posada también se asoman a la muerte con esqueletos y catrinas que comentan los sucesos políticos y sociales de su tiempo y nuestras panaderías y mercados, que no pierden, ni perderán por fortuna, la indestructible psique indígena, también buscaran a principios de noviembre a todos los “muertos” y a todos los “santos” con flores, ofrendas, pan de huevo y calaveras esculpidas con cristales de azúcar, para que comamos los “vivos” y nuestros niños se empalaguen con su nombre propio grabado en el dulce cráneo.
Quién no es mexicano le es pesadilla pensar en la muerte y no quiere le recuerden la caducidad de la vida, el poderoso mundo mexicano nuestro está liberado de esa pesada angustia, así nosotros jugamos con la muerte y nos burlamos del esqueleto, desde el Fémur hasta el Estribo, de 208 huesos. El México antiguo no conocía el concepto del Infierno. En el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, vive el recuerdo de un más allá abierto también al pecador, aunque la muerte es el mismo hecho en todas partes entre nosotros logra una distinta concepción. A Xavier Villaurrutia, cuya poesía asoma, frecuenta y gira la muerte, alguna vez se le ocurrió escribir “Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre indígena tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos a la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”
Dice Westheim que “la carga psíquica que da un tinte trágico a nuestra mexicana existencia, hoy como hace dos o tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuestos y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, de esencia demoníaca.” Quizá por ello, desde la raíz profunda del hombre, el poeta del pueblo, el poeta campesino Miguel Hernández dejó escrito: “Varios tragos es la vida y un solo trago es la muerte”
La íntima convicción del indígena de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y el débil es víctima de la brutalidad del fuerte, coincide con la sentencia de Tito Maccio Plauto “El hombre es el lobo del hombre” e hizo incluso que el arte religioso del México Colonial adoptara con verdadera pasión y tratara de mil conmovedoras variantes el tema del Cristo martirizado. El Cristo torturado es tan particularmente adorable para el indígena porque siente su tortura como algo muy suyo. El patetismo del dolor material se complace en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso. México se apoderó con tal fervor que el Cristo mexicano no es variante del español sino creación independiente.
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